04 noviembre, 2011

Capítulo 80 "Imprevistos"

Las cuatro guardianas se encontraban revisando la antigua sala del pequeño Templo.
Aquel lugar había sido construido cientos de años atrás. Era una verdadera reliquia arquitectónica. Los más antiguos sacerdotes -especializados en Arquitectura e Ingeniería- lograron construir aquella esplendida estancia. El salón era circular. Las finas columnas medievales rodeaban el lugar y le otorgaban un marco imponente. Los ventanales estaban ubicados de forma que el sol del mediodía iluminara con sus brillantes rayos el centro de la sala. Justamente allí se destacaba un altar de mármol con incrustaciones de oro y plata en sus laterales. El altar era de forma hexagonal y estaba cubierto por una pesada manta color púrpura. El escudo perteneciente a la Guardia Secreta estaba bordado con hilos dorados y estaba cubierto de piedras preciosas que se encontraban incrustadas alrededor del mismo.
Therese fue encendiendo uno a uno los cuatro enormes candelabros que descansaban alrededor del altar. Clarencia se encargó de acondicionar una pequeña mesa de ébano que poseía un sinfín de vasijas y pociones aromáticas. Edana se acercó a un armario que estaba oculto detrás de un cortinado y verificó que los trajes que iban a utilizar los participantes del ritual se encontraran en perfectas condiciones.
Jean era la única guardiana que permanecía quieta y en silencio. Estaba sentada en una de las imponentes sillas del salón, observando los movimientos de sus tres compañeras. Sus ojos brillantes controlaban todo con avidez. Nada podía quedar fuera de lugar. Por primera vez en muchos años volvían a tener el control, por lo tanto era necesario que todo se hallara en perfecto orden. Después del rito de iniciación, debían viajar de inmediato a Estocolmo y comenzar los preparativos para el gran ritual de la concepción.
Francina entró al salón de manera intempestiva. Estaba agitada y le faltaba el aliento. Edana miró a la joven sacerdotisa con furia. ¿Cómo se atrevía a entrar allí sin pedir permiso? Sus pupilas en llamas, le lanzaron a la pobre chica una mirada asesina.
-Lamento interrumpirlas. Yo…
Jean poniendo un manto de piedad entre la cólera de Edana y el temor de Francina, invitó a la joven a hablar.
-Los sacerdotes capturaron a dos hombres que venían hacia aquí. –dijo Francina angustiada.
De inmediato las cuatro mujeres se pusieron en guardia.
-Yo me encargo de esto. –anunció Jean con determinación.
Una vez que Jean y Francina se habían retirado, las tres guardianas permanecieron inmóviles en el mismo lugar.
Sin duda las cosas no iban a ser tan fáciles como suponían…


Ámbar deambulaba por una de las terrazas que lindaba con uno de los riscos más peligrosos. Podía acceder a este lugar a través del cuarto que le habían asignado a su abuela Ópalo. Si bien su aspecto presentaba una leve mejoría, su alma estaba rota en mil pedazos. Se sentía humillada y desesperada. Todavía no llegaba a comprender como toda su existencia se había deshecho en menos de una semana. Todo su mundo estaba desintegrado y su destino parecía estar sellado por la voluntad de aquellas cuatro mujeres enloquecidas. Su abuela era incapaz de postergar sus ansias de poder y había decidido entregarla en sacrificio. Hacía mucho tiempo que no pensaba en su madre. Desde que había muerto en aquel absurdo accidente, Ámbar apenas la recordaba. Estaba enojada y no podía perdonarle el haberla abandonado tan pronto. ¿Qué pensaría ella de todo esto? ¿Acaso habría permitido una humillación tal?
Sus ojos divagaron a través de la oscuridad. De pronto observó que en el balcón de la habitación que se hallaba a la izquierda de la terraza, una joven mujer se asomaba a contemplar el paisaje. Ámbar retrocedió unos pasos y se ubicó detrás de una columna que ocultaba su presencia. Desde allí apenas podía visualizar con claridad la imagen de la muchacha.
El corazón le dio un vuelco cuando la joven se acercó a la luz de una de las farolas y pudo apreciar en todo su esplendor la cabellera cobriza que caía como una cascada de fuego sobre la esbelta figura. Ámbar conocía perfectamente a la dueña de aquellos brillantes rizos.
Rubí Roccia había llegado a Vaduz.
Mientras Rubí apoyaba sus manos sobre el borde del balcón y se inclinaba para apreciar la imponente vista de las montañas, Ámbar no podía dejar de observarla. Eran enemigas íntimas desde la primera vez que se vieron. Nunca podrían llegar a estar en sintonía. Sin embargo el destino se empeñaba en reunirlas en situaciones tan absurdas como la que estaban padeciendo en ese preciso instante. En innumerables ocasiones ambas familias habían intentado acercarlas, pero sus caracteres se repelían como el agua y el aceite. Ámbar detestaba la postura que Rubí tenía ante la vida. Ella adoraba ser protagonista de las historias, en cambio Rubí transitaba su existencia con una simpleza casi grosera. No se interesaba por las cosas típicas de las chicas de su edad. Había sido toda una sorpresa para Ámbar descubrir que Rubí Roccia había perdido la cabeza por Cid Finke.
Sin embargo ahora todas las diferencias habían quedado atrás. Ahí estaban las dos, a punto de ser sacrificadas como esclavas del medioevo. De pronto y sin previo aviso Rubí giró sobre si misma y los ojos de las dos muchachas se encontraron mutuamente.
Ámbar se llevó las manos a la boca, pero le fue imposible ahogar un grito de absoluto asombro y consternación.


Ágata Roccia permanecía encerrada en una de las antiguas habitaciones de la residencia de Vaduz. Después de la discusión que había tenido con Jean, la guardiana había ordenado que permaneciera custodiada por dos sacerdotisas y tenía prohibido cualquier contacto con el resto de su familia. Jean sabía que mantenerla apartada de su hija y de su nieta, tendría un efecto devastador sobre el carácter de la mujer.
Gracias a la información que recibía de sus contactos en el exterior, Jean había descubierto el plan que intentaba poner en práctica Zafiro Pedra con la intención de evitar la práctica del Ritual de la Concepción. Por ese motivo y sin develar sus oscuras intenciones, había conseguido que Ópalo Pierre le entregara la piedra que tenía en custodia. Ahora era indispensable obtener el pedazo de piedra que estaba en posesión de Ágata Roccia.
Ya eran más de las 11 de la noche y la mayoría de los habitantes del lugar se estaban retirando a descansar. Jean se fue deslizando por el pasillo central como si fuera un verdadero fantasma. Después de Edana, ella era la guardiana que gozaba de mejor salud. Sus movimientos eran ágiles y siempre intentaba mantener su mente y su cuerpo en buena forma. Tal como ella lo ordenó la puerta de la habitación que compartían Marina y Rubí Roccia estaba cerrada con llave. En la misma situación de encierro se encontraban Ópalo y Ámbar Pierre. Rosa Pietra era la única dama que estaba autorizada a vagar por la estancia como le viniera en ganas.
Jean llegó hasta el final del pasillo y se detuvo frente al cuarto de Ágata. Las dos jóvenes sacerdotisas que custodiaban la habitación, le entregaron la llave de la puerta sin emitir una sola palabra. Jean ingresó al lugar sin solicitar permiso.
Encontró a Ágata sentada en un sillón que estaba ubicado cerca del ventanal de la habitación. La anciana dama se cubría el camisón con un antiguo chal de lanilla azul. Estaba contemplando el cielo de Vaduz que resplandecía bajo una lluvia de estrellas. Apenas movió la cabeza, se encontró con la figura de Jean que la observaba desde el umbral de manera desafiante.
Ágata permaneció imperturbable. Esta actitud encolerizó a Jean y la llevó a acercarse de manera amenazante hasta donde se hallaba la noble mujer. Sin dejar de mirar el cielo estrellado, Ágata preguntó con tranquilidad.
-¿A qué se debe tu inesperada visita?
Jean titubeó.
-Debido al altercado que mantuvimos antes, olvidé cumplir con una parte muy importante del ritual.
Los ojos de Ágata se cerraron en una delgada línea recta.
-Necesito que me entregues la piedra de la custodia.
Ni un solo músculo en el rostro de Ágata demostró lo que estaba sucediendo en el interior de su cabeza. Su vos sonó contundente.
-Ni lo sueñes, querida Jean. Nunca te entregaré la piedra de la custodia.
Jean no tardó en montar en cólera.
-Por favor, Ágata. No me obligues…
Ágata con tozudez dio por zanjada la cuestión.
-No intentes extorsionarme con mi familia. Si intentas dañar a mi hija o a mi nieta, no tendré más remedio que destruir la piedra.
La amenaza de la dama, tuvo el efecto deseado sobre la psiquis de la guardiana. Después de lanzar una terrible blasfemia salió de la habitación pegando un iracundo portazo. Ágata al fin pudo respirar con serenidad. Ser la vencedora en aquella pequeña batalla le daba la oportunidad de ganar un poco más de tiempo.
El tiempo necesario para mejorar el plan que habían trazado un par de días atrás…



Rubí en Vaduz




1 comentario:

la MaLquEridA dijo...

Sin duda Rubí y Ámbar a pesar de sus diferencias se van a aliar para que no se dé la concepción forzada.



besos.